LA PRESENCIA
El día en el que
murió nana la presencia se hizo más
fuerte. Un peso repentino y ardiente la despertó del inconsciente sueño en el
que había caído apenas unos minutos antes. Se había sentado en el sofá abrumada
por todo lo que estaba ocurriendo, no tenia intención de dormir, en realidad no
tenia intención de nada, pero desde que el empeoramiento de la enfermedad de la
abuela de su mejor amiga se hizo más evidente, y con él la posibilidad de su
muerte fue tomando forma, Claudia no se había permitido dormir por las noches.
En un inexplicable intento por castigarse se había empeñado en impedir que su
cuerpo descansase, quería llevarlo al límite y ese límite a los 15 años no está
tan lejos como uno puede llegar a pensar. Así que, después de sentarse a
esperar “la llamada”, cualquier llamada en realidad, su cuerpo dijo basta y
cayó en un profundo sueño.
El peso que la
envolvió, que la abrazó y oprimió hasta hacerla despertar sobresaltada no sólo
la privó del descanso que tanto necesitaba sino que la avisó de que alguien muy
unido a ella se había ido. No lo dijo en voz alta, ni siquiera lo pensó
claramente pero supo que nana había muerto, su ángel guardián ya no estaba. En
el preciso instante en el que la temperatura del aire cercano a su cuerpo subió
más de 10 grados, en la habitación de nana todo se volvió gélido. Una fracción
de segundo, un escalofrío, el tiempo que tarda un espíritu con prisa en elegir
el camino más corto a su destino, el de nana era proteger a Claudia.
Tras aquel día
todo fue como se suponía que debía ser, un entierro, un adiós, un intento de
volver a la normalidad y finalmente una vida inmersa en la rutina de siempre.
Todo siguió su curso.
La presencia continuaba acompañándola como siempre y
no pensaba en ella como no se piensa en el sofá de casa mientras esperas la
llegada del autobús del instituto.
Recordaba
perfectamente el día en el que conoció a nana, fue el mismo día en el que la presencia se unió a ella. Llevaba
unas horas en el pueblo en el que sus padres habían pasado su infancia, un
lugar pequeño, lleno de personas amables y casas bajas de una sola planta con
jardín y árboles propios. Tras una breve charla los padres de Claudia le
informaron de que aquel sería su nuevo hogar y de que su vida allí sería sin
duda más fácil. Claudia no peleó ni luchó contra sus padres, nada la ataba a
aquella enorme ciudad gris y egoísta llena de gente solitaria y vacía. Nieves no
tardó en ir a buscarla, se presentó como su vecina y la invitó a acompañarla al
bosque que se extendía tras las casas de ambas. Aceptó y aquel fue el comienzo
de una amistad que duraría años aunque ninguna de las dos lo supiese entonces.
Cuando volvieron
de su paseo una hora después una pequeña mujer de pelo blanco esperaba sentada
en una maltrecha silla de madera.
-Pero niña ¿Qué
te has traído contigo? –preguntó mirando a Claudia con unos ojos grises que no
dejaban de moverse y escrutar lo que a ella le pareció su propia sombra.
-No lo se
–contestó Claudia sin dejar de buscar lo que al parecer la mujer veía
claramente y lo que ella sólo sentía como un nuevo y ligero peso en los
hombros, como si el aire que la rodeaba la empujase hacia abajo, solo un poco.
–Pero no me hace daño –continuó con la esperanza de tranquilizar a la anciana.
-Tiene que
marcharse –dijo la mujer al tiempo que se levantaba y entraba en su casa con
pasos lentos y cansados.
Cuando Nieves la
miró visiblemente avergonzada y con un miedo en los ojos que le decía que otras
ya habían salido corriendo, Claudia la sonrió para asegurarle silenciosamente
que ella no lo haría.
Claudia no sintió
miedo entonces como tampoco lo había sentido en el bosque mientras Nieves
hablaba y caminaba y ella sentía como una corriente de aire caliente la perseguía
y rodeaba para provocarle después un repentino e inesperado escalofrío en la
espalda. Sintió un susurro que le obligó a cerrar los ojos y abrir ligeramente
los labios, tomó aire y su respiración se detuvo, después un roce en la nuca,
una hoja tal vez recién caída de cualquier árbol, un insecto o una caricia que
solo Claudia pudo sentir, la empujó a andar y respirar con normalidad. Solo se
sintió algo más cansada, más pesada.
A lo largo de
aquellos 3 años, Claudia había visto a nana hacer extraños movimientos
alrededor de vasos de agua, quemar flores y hojas secas en pequeñas hogueras
frente a su casa y le había permitido rodearle el cuello y acariciarle la nuca
con sus arrugadas y viejas manos mientras recitaba palabras encadenadas de
otras palabras que nunca intentó siquiera comprender. Aunque no le molestaba le
dolía que nana se tomase tantas molestias en intentar ahuyentar lo que tanto
parecía atemorizarla, porque la presencia
no estaba allí, nunca salía de casa, siempre la esperaba en su habitación, la
acompañaba por el pasillo, se mantenía junto a ella mientras se duchaba o leía
en el sofá, pero al abrir la puerta de casa retrocedía hasta la seguridad de la
habitación de Claudia, ella no lo veía pero sentía como el peso se alejaba. Los
ojos grises de Nana dejaron de ver la noche de su visita al bosque, tal vez por
eso, nunca supo que Claudia solo era libre cuando salía de casa. El pensamiento
de que lo último que aquellos hermosos ojos viesen fuera algo capaz de
atemorizarla durante años inquieto a Claudia el resto de su vida.
Meses después de
la muerte de nana Claudia comenzó a sentir como la presencia crecía a su alrededor, se hacía más fuerte, aún no
sentía miedo. A pesar de que muchas de sus amigas evitasen visitarla o dormir
en su casa porque según decían nunca llegaban a descansar o sentirse
tranquilas, Claudia no sentía miedo.
A los 3 años tras
regresar de una apasionada y reconfortante cita con uno de sus compañeros de
clase y meterse en la cama, un aliento oscuro y obsceno comenzó a recorrer cada
centímetro de su cuerpo deteniéndose en las partes más sensibles de su piel,
obligando a sus manos a acariciar con anhelo los lugares a los que no podía
acceder. Claudia comprendió que aquel ser que había dejado de ser una presencia
para tomar forma junto a ella en su cama, la quería solo para él, la había
acompañado durante parte de su infancia y ahora que la sabía fuerte y adulta no
la compartiría con nadie. Fue sentirse como un objeto lo que la indignó y ver
aquella fuerza tomando forma frente a ella durante solo un segundo, lo que por
fin la aterrorizó.
-Claudia –la voz
de nana la despertó suave y agradablemente.
-Nana –estaba
junto a su cama, tal y como la recordaba, con su pelo blanco, sus manos
callosas y sus ojos grises viendo de nuevo.
-No te asustes
cariño.
-No lo estoy.
-Ese ha sido
siempre el problema, nunca le has temido, permitiste que entrase en tu casa,
que viviese contigo todos y cada uno de tus minutos en tu hogar, y eso le ha
hecho más fuerte. Te conoce, sabe hasta donde puede llegar y ahora tu también.
Claudia se
mantuvo en silencio, sabía que estaba allí, que escuchaba a nana con la misma
claridad con la que lo hacia ella y eso la hizo temer por la anciana.
-Nana, puede
hacerte daño.
-No, no puede
niña, no ahora que se donde está, que le veo a tu lado, observándote,
estudiando tus reacciones, buscando tus
límites para romperlos.
La voz clara y
fuerte que escuchaba le hizo darse cuenta de que nunca antes había oído hablar
así a nana.
-Nana, estás
diferente.
-Estoy muerta
Claudia. –aquellas palabras la sobresaltaron e hicieron que las lágrimas
comenzaran a caer por sus mejillas.
-No llores
Claudia, eso no ha de entristecerte de nuevo, ahora has de sentir miedo porque
si continuas así te matará.
-Nunca me ha
hecho daño, nunca me ha tocado…-dijo recordando su aliento al recorrer su
vientre.
-Cuando vea que
nunca serás suya lo hará, has de marcharte, huir de el.
-¿Entonces
buscaría a otra?-preguntó sin saber porque
-No, no lo hará.
Veo su cara, sus ojos llenos de pánico ante la sola idea de perderte Claudia, cuando
tu te vayas él desaparecerá.
-No puedo hacerlo
Los ojos de nana
se abrieron en un ademán de sorpresa y furia. Solo la aceptación y comprensión
de quien ya lo ha vivido todo, incluso la muerte, hicieron que volviesen a ser
los de siempre.
-Entonces niña
supongo que te veré pronto.
-Buenas noches
nana.
Se volvió
lentamente en la cama mientras sentía como el calor de su presencia la envolvía y deseo sentir su mano entre las suyas. El dulce placer que comenzó a nacer en su
nuca y que se extendió después al resto de su cuerpo la obligó a cerrar los
ojos y morderse el labio.
Aquella sería su
última noche y aunque no se volvería para mirar a los ojos al terrible ser que
sabía tenia tras ella, se dejó llevar, le permitió tocarla con sus propias
manos, duras y ardientes, besarla, devorarla, llevarla a la oscuridad. Y al
sentir sus dientes extrañamente fríos en la base de su espalda supo que nunca
despertaría en aquella cama, que su hogar había cambiado de nuevo.
Amaya Alvarez
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